jueves, 1 de mayo de 2014

LO IMPORTANTE ESTABA DENTRO


LO IMPORTANTE ESTABA DENTRO

 

   En Roma, en un supermercado cercano al hotel Augusta, donde nos alojábamos, compré un vino siciliano de pésima calidad. Creía que era bueno. Yo no entiendo de vinos italianos. Ni siquiera entiendo de vinos. Me gustó el nombre. Elijo el vino por el nombre. También a las mujeres. Y los libros. Los nombres son importantes. Volví al hotel y me lo bebí a gollete mientras mi mujer zapeaba por los canales internacionales. No dejé ni una gota. Luego le comí el coño. Ella siguió zapeando. El vino me había teñido de rojo los dientes. A mi mujer le dio la risa porque decía que parecía sangre de regla.  Eso hubiera sido imposible. Estaba embarazada de cinco semanas. Pero ninguno de los dos lo sabíamos entonces.  Yo me sentí mareado. Estaba borracho. Nos fuimos a pasear por Roma, a respirar Roma, a confundirnos con todos los romanos, vivos y muertos.  Allí, bajando por Via Cavour, me sentí el puto Nerón a punto de prenderle fuego al mundo occidental. Llegamos al Foro Romano. Pagamos la entrada y alquilamos una audio guía. Anduve por allí con los ojos bien abiertos. Donde otros solo ven piedras yo veía el tumulto de la Roma Imperial: allí a Cicerón, allá una conspiración, a mi lado un asesinato. No me aclaraba con la audioguía. Al poco, renuncié a seguir escuchando.  Aquella voz de mujer, tan neutra y fría,  me puso nervioso y de mala hostia. Nada coincidía. Si la voz hablaba de tal templo yo estaba en otro. Decidí no hacerle caso y se lo pasé a mi esposa. 

    Subimos y bajamos cien veces por los caminos empedrados, abrasados por el mismo Sol que quemó los pies y los brazos de Octavio Augusto, de Calígula, de Agripa y de Julio César, y de los clientes de todas las putas romanas del siglo I antes y después de Cristo. Me imaginé a Marco Aurelio tendido bajo un árbol, meditando. Hacía tanto calor que bebimos cien veces de las cien fuentes que nos encontramos. Sudábamos a chorros. En tres horas no meamos ni una sola vez. Estaba eufórico. No me sentía rodeado de ruinas. Estaba rodeado de vida.  Podía oler la mierda de los caballos y el sudor del pueblo romano, me sentía poderoso.  Todo el poder de Roma estaba en mis manos, en mis ojos, en mi polla. La Historia me la pone dura.  Me la ponía dura en el instituto y me la pone ahora. La Historia es una sucesión de muertos. Buscamos un rincón escondido y echamos un polvo  apoyados en una pared milenaria, que según la audioguia pertenecía al Templo de Saturno. Regué con mi semen aquel suelo imperial y degenerado. Después  nos comimos una pizza de calabacín y queso en una trattoria junto a la Fontana di Trevi. Lanzamos las jodidas monedas.

En Piazza Navona una echadora de cartas miró de lejos a mi mujer y negó con la cabeza. Le decía que no a algo que no sabíamos y mi mujer se asustó. Tuvo un mal presentimiento. Yo le dije que estaría loca, que no era nada, que tendría un tic o Parkinson. Me acerqué a aquella vieja cochambrosa y le dije: “Deja de mover la cabeza así, puta majara, o te la arranco de una hostia”.

Mi mujer se quejaba.  Le dolían los pies y la espalda de andar tanto. Me insultó. Yo también la insulté. Descansamos cinco minutos. Aproveché para hacer unas fotos y grabar un poco de vídeo. Cuando seamos unos viejos seniles, y ya no reconozcamos a nadie ni sepamos quienes fuimos, podremos contemplarnos por última vez, tan jóvenes y felices. Será lo único que les pida a mis hijos. Poner ese maldito vídeo cuando nos vean bien jodidos. Aunque dará igual. Nuestros ojos vacíos, enfermos, solo verán a dos desconocidos.

Reanudamos la marcha. Visitamos, en Plaza España,  la casa donde murió de tuberculosis John Keats. No entramos. La observé por fuera. Me quedé en la puerta por miedo a contagiarme. La bacteria que mató a Keats podría estar en las mesas, en las sillas, en las ventanas,  agazapada durante doscientos años en todos aquellos objetos ancianos esperando mi llegada para mandarme al otro barrio. “¿No subes, cariño?”. “No, que le den a esta mierda de casa y a Keats”. Nos sentamos en los escalones. Perdí mi gorra. Dos días más tarde me arrodillaría ante su tumba en el cementerio protestante. Le leí un poema y le dejé el papel doblado sobre la tierra húmeda. También le presenté mis respetos a Percy B. Shelly. Allí empezó mi obsesión por el turismo de cementerios. He recorrido los cementerios de media Europa y alguno de Estados Unidos. He observado durante horas las lápidas de Julio Cortázar y Jim Morrison, las he besado y acariciado. Una vez, en París,  me escapé de un hotel de mierda, por la noche, y me fui a dormir junto a la tumba de Serge Gainsbourg, en Montparnasse. Mi mujer me amenaza con divorciarse, pero nunca lo hace. Joder. Me gustaba mi gorra. Compramos otra,  en Valentino. Estábamos forrados en esa época. Podríamos haber comprado todas las gorras de Roma, incluso Roma con todos sus jodidos romanos dentro. Me empeñé en un tomar un café en el Caffe Grecco. Quería que se me pegara algo de Lord Byron, su cojera o su locura. El expreso era un escupitajo espeso, un limo negro, a seis euros  si lo tomabas de pie en la barra, a nueve si te sentabas.  No me importó pagar aquel precio. Durante tres minutos sintonicé con todos los muertos ilustres que habían frecuentado aquel local en siglos pasados.  Aunque yo prefiero los bares cutres de mi barrio donde los cubatas son a tres euros, donde no va gente tan selecta, donde solo van los fracasados, los cansados, los perdidos, los engañados, gente que vive haciendo bulto, como tú,  como yo, la chusma, la muchedumbre, los que si actuáramos  en una película de romanos apareceríamos ya muertos, despedazados. Apenas unos jirones de carne podrida e irreconocible desparramados sobre la arena del circo o el campo de batalla.

Me sacudí la tristeza por ser nadie bebiéndome un Chianti  en la terraza de un bar del Trastevere. Dimos unas vueltas por allí, admiramos la belleza de la pobreza reciclada en modernidad,  y comimos bien y barato. Menestra y pizza de rúcula. Mi gran descubrimiento romano.

Ensayé mi italiano en Campo di Fiori comprando sandía en un puesto de frutas:  “Grache mile, vaffanculo”.

Nada más acceder a la Plaza de San Pedro del Vaticano lloré como un niño. No creo en Dios, me la sudan Dios y la Iglesia, me la sudan Buda y Alá y todos sus rancios fundamentos.  En Dios solo creen los débiles. Cualquier  hombre es más poderoso que Dios. El hombre es el Gran Artífice. El hombre creó a Dios, la Plaza de San Pedro, el Baldaquino, la Capilla Sixtina, Internet,  los condones, el GTA  y la pizza de rúcula. Dios es de chichinabo a nuestro lado.  “No digas esas cosas”, me dicen mi mujer, mi madre, mi suegra, y me lo dirá mi hija, cuando crezca. Todas las mujeres de mi vida. “Bueno, si al final resulta que existe sabrá perdonarme ¿no?”. A pesar de todo eso, lloré. No sé por qué. O sí lo sé. Lloré lagrimas puras y universales por la grandeza del hombre, por crear tanta belleza en tiempos en los que no existían grúas ni excavadoras.

Al día siguiente volvimos a España.

Vimos  el vídeo. Recordamos el viaje.

“No me baja la regla”, dijo mi mujer. Nos abrazamos. Fuimos felices.

Test de embarazo

Positivo.

Me pregunté si existirían sobre la Tierra dos infelices tan felices como nosotros. Salí corriendo a comprar un cuento para mi futuro bebé. Adquirí una edición ilustrada de Caperucita Roja, de Yoyo Books. Realmente, estábamos felices.

Una mañana, tres semanas más tarde, mi mujer despertó con un intenso dolor abdominal. Acudimos a urgencias. Ecografías, exploraciones.  Estaba abortando, nos dijeron. Nuestro hijo tendría ahora siete años y yo le estaría explicando que hacer la comunión sería una de las primeras estupideces que cometería en su vida.

Lo siento. Siento haberte hecho andar tanto, cariño. Recorrer tantas calles para nada. Lo importante estaba dentro. Pero entonces no lo sabíamos.

Qué coño íbamos a saber.